viernes, 31 de diciembre de 2010

La San Silvestre

Sexta avenida zona 4, en el carril frente a las oficinas del IGSS.  31 de diciembre, una y media a dos de la tarde.  Nos hemos reunido miles de corredores que desordenadamente cubrimos unos doscientos metros de la calle, talvez mas.  Serán 10 kilómetros recorriendo la ciudad que cualquier otro día atravesamos indiferentemente en carro o en bus.  Pero éste no es un evento cualquiera, ni es cualquier carrera.  Esta es la San Silvestre.

Tampoco somos cualquier corredor.  Somos los entusiastas, soñadores y relajeros que los otros 364 días del año volteamos para el otro lado cuando hablan de ejercicio, carreras o entrenos.  Pero hoy no.  Hoy estamos aquí, con la adrenalina al tope mientras dizque calentamos y estiramos las piernas, preparándonos para la carga que nos tocará llevar por la noche vieja.  La última del año.

La descubrimos hace tres años.  Nos paramos a la orilla de la 6a allá sobre la 11 calle zona 9 y en cuanto comenzamos a ver pasar a los corredores, en cuanto experimentamos el espíritu de esta fiesta, supimos que el siguiente año seríamos protagonistas.  Queríamos estar ahí, que también nos aplaudieran!

Ah si, un detalle:  ¡Corremos disfrazados!  De piratas hace dos años, de la vecindad del chavo en 2009, y este año de super héroes.  Y así, por aproximadamente una hora -un poquito mas, a quién engañamos- convertimos 10 kms de las calles de Guatemala Ciudad en nuestra área personal de juegos.

La culpa la tienen ellos.  Sí, los que se ponen a la orilla a aplaudirnos.  Claro, quién se va a resistir a experimentar por una tarde, un ratito nomás, la alegría y el sentimiento de armonía que esta carrera nos regala.  Durante ese tiempo, esa hora y pico, no hay barreras ni clases sociales, afuera los problemas cotidianos, la violencia o el racismo.  Todo mundo deseándose ¡Feliz Año Nuevo!

Antes de la carrera, la gente se turna para tomarnos fotos.  Somos parte del espectáculo.  Protagonistas.  Los fotógrafos de la prensa escrita, los de la tele, los de los sitios web de carreras.  Arriba, el característico cielo azul profundo de diciembre y el sol nos alumbra la sonrisa.  La gente se nos acerca y nos pide posar para sus fotos.  ¡Con gusto!  ¡Claro! A ver muchá, ¡Juntémonos!  Y así, va llegando la hora...


Dos y media.  Primero salen las mujeres.  De puntillas logramos ver cómo corren debajo de la pasarela del Centro Comercial Plaza zona 4, abarrotada de espectadores.  Luego salimos los demás.  El nerviosismo aumenta y llega a su clímax mientras comenzamos a avanzar, primero caminando y luego dando finalmente las primeras zancadas.  Por supuesto, no nos interesa ganar.  Eso está fuera de nuestro alcance y de nuestro interés.  Lo que pasa es que ya somos ganadores.  Corremos juntos, somos libres, jugueteamos, gozamos nuestra vida.

Comenzamos todos unidos, en un buen grupo.  La distancia se cubre fácil, y cuando sentimos vamos recorriendo ya el trecho de la Terminal.  Ya empezamos también a saludar a la gente en la acera, agitando las manos, ¡Feliz Año Nuevo, Feliz Año Nuevo!  Mientras pasamos, vamos notando la ilusión de los niños y la alegría de sus padres. 

- Ahí va el Chavo! 
- Papa, mirá a Patricio!
- Adiós Chapulín!
- Chabelo!  (no era Chabelo, el disfraz era de Ñoño...)

Siempre sobre la 6a. avenida, llegamos a la 2a calle, la de la Torre del Reformador.  Fue allí donde el año pasado alguien le gritó al primo: "¡Quico hueco!".  Hasta les servimos de catarsis.  Está bien.



Durante la carrera y mientras rebasamos y somos rebasados, vamos celebrando otros disfraces y ocurrencias.  El Papa, que no ha faltado en los últimos tres años.  El cuate disfrazado de Darth Vader -un tanto impráctico por el peso- va ahí también.  Y nos echamos las porras mutuamente.  "¡Vamos, ánimo!".  Todavía faltan ocho kilómetros...

5a calle zona 9.  La esquina del McDonalds.  El sol nos pega de frente.  Ahora que ya sabemos, usamos bloqueador.  El esfuerzo comienza a molestar a los corredores de una vez al año.  Primero la respiración, comienza a doler el estómago, a "entrar aire".  Pero pueden más las ganas.  Por ahí rebasamos al que va disfrazado de Tortrix. 

Tratamos de mantener el paso, no queremos quemarnos.  Pasamos la Montúfar.  Dios mío, cuántas veces pasa uno por aquí tranquilamente en carro; pero ya se ve que corriendo es otra cosa...   ¿A qué hora llegamos a la mitad?  A pesar de que comenzamos a padecer los rigores del asunto, igual vamos felices.  ¡Adióooos, Feliz Año! 

Finalmente, alcanzamos la cuadra anterior al Reloj de Flores.  Se va terminando la zona 9.  Las hermanas, sobrinas, el tío y familia que todavía -o que ya no- corren, se han colocado estratégicamente para proveernos de agua.  Bienvenida sea!  Aprovechamos para que nos tomen fotos y seguimos.

Corremos bajo el puente en el paso a desnivel.  Un gentío se ha reunido y nos saluda desde arriba.  La primera subidita del recorrido que nos encamina a Las Américas.  Para unos prueba ser un reto ya complicado.  Bajan el paso o se detienen, para continuar caminando.  A recuperar el aire.  Otros mejor toman el "atajo" para esperarnos del otro lado, en la Reforma.  El grupo comienza a separarse.



Los demás entramos a Las Américas.  Vamos rebasando gente que se comienza a quedar:  "¡Vamos, vamos!  ¡Animoooo!"  Qué linda la Avenida Las Américas a pie, tanto árbol y tan amplia que se siente.  Seguimos corriendo para llegar a la mitad del trayecto, donde se da la vuelta a la altura de la Meykos.  El esfuerzo nos va cobrando factura.  Comenzamos a perder el paso seguro que traíamos, y nuestra respiración se vuelve irregular.  ¿Ya vamos a llegar?  ¿Dónde está la vuelta?

Al fin llegamos al retorno.  ¿Llevaremos ya cinco kilómetros?  ¿Talvez seis?  ¡Ojalá!  Comienza a verse más gente a las orillas, animándonos.  ¡Dénle, dénle!  ¡Animo!  Pasamos el Obelisco.  Por ahí rebasamos a los chavos que van disfrazados con el uniforme de no se qué colegio de señoritas.  Nunca fallan. Caperucita roja va por aquí también.  Ah, y Optimus Prime!


Ahora, la Avenida La Reforma.  Segundo punto estratégico para el aprovisionamiento.  Ahí están aquellas, y mientras nos dan el agua y toman fotos, yo voy agradecido.  Sí, me siento feliz de que mis sobrinas puedan ver que tenemos la libertad de hacer cosas distintas.  De tener la capacidad de salir del pequeño mundo en que estamos metidos y de crear recuerdos que, a lo mejor, algún día ellas podrán comentar.  Y robarles una sonrisa en el futuro.  Me ilusiona pensar que vamos construyendo una tradición familiar.

Siempre sobre La Reforma, alcanzamos la 12 calle.  El sol ya no es tan fuerte ahora y nos da en la espalda, lo que agradecemos.  Pero ya vamos cansados.  Los últimos 3 o 4 kilómetros los hacemos más con el orgullo que con el físico.  Es cuando la magia comienza a funcionar.  Es ahora cuando se siente el empuje de la gente.  Es cuando corremos impulsados por las porras, los saludos y la alegría de los espectadores a ambos lados de la calle.  A puro grito, manteniendo el espíritu.  ¡Feliz Año Nueeevo!  ¡Feliz Año!  Uffff...

Comienza la bajada del Liceo, el último esfuerzo.  Agradecemos esta bajada.  Rebasamos a Freddy Krueger y Jason, que van corriendo juntos. Ya falta poquito y nos volvemos a animar.  "¡Vamos muchá!, ya casi llegamos!" "¡Animo muchá!".  Conforme nos acercamos a la entrada del estadio, el Mateo, la gente se ha ido acumulando y cerrando el paso.  Dejan un espacio reducido pero pasamos igual, ya casi estamos ahí.  Nos alientan a dar lo último, y lo último es lo que tenemos.

Entramos al estadio.  Como deportistas de élite, pasamos por esa entrada que desemboca en la pista de tartán y que nos muestra la amplitud del graderío a los lados.  Todavía quedan 400 metros que hacemos con el corazón en la mano.  Ya casi no quedan fuerzas, ¡Sólo porque ya es lo último!  Nos agrada la sensación de los pasos sobre esa superficie suave, en el tartán.  Amortiguando nuestro esfuerzo final.

Antes de llegar, la carrera nos regala un último momento de magia y emoción:  Vemos dos personas mayores que van corriendo amarradas por la mano.  Cuando los rebasamos, nos damos cuenta que es una señora que ha corrido con su esposo, ¡ciego!  Ella ha sido sus ojos a través del recorrido...   Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando lo recuerdo.  Para mí, eso resumió el espíritu de la carrera.

Los últimos cien metros ahora, ahí está la meta.  Antes de pasar debajo del cartel vemos el reloj ese que nos señala nuestro tiempo de carrera.  ¿Una hora quince? ¿Una hora cinco?  Qué importa...  Nos detenemos pero sentimos que nuestras piernas quieren seguir corriendo.  Recuperamos las fuerzas en la pista y luego de unos minutos nos animamos a subir el graderío para salir del estadio, recoger la tradicional medalla de participación y buscarnos entre el gentío.  Todavía hay quienes se quieren tomar fotos con nosotros.  Los niños ilusionados, felices.  Adelante, tomémonos fotos pues.



Hemos compartido un poco más de una hora sintiéndonos parte de algo grande.  El último día del año, fuimos protagonistas de un sentimiento especial, el regocijo y alegría que esta carrera nos regala.  Riendo satisfechos, volvemos al parqueo, comentando anécdotas, compartiendo dolores musculares.  Ahora, de vuelta a casa.

Más tarde esa noche, luego de que cada uno se ha bañado y cambiado de ropa, el Año Nuevo nos encontrará con las piernas adoloridas y los músculos engarrotados.  Pero ante todo, con la alegría de haber pasado otra aventura juntos y ese sentimiento de haber vuelto a ser niños, por unas cuantas horas.  Renovados.

Misión cumplida, hasta el próximo año...  Feliz Año Nuevo!!

domingo, 19 de diciembre de 2010

El Norte

Hoy mis planes de paseo dominical fueron víctima de las particularidades de vivir en estas latitudes.  Amanecí con ánimo de salir a envolverme de naturaleza.  Había encontrado ayer en mi guía del Lonely Planet el pequeño Beaver Lake en el centro del Stanley Park, un área que no conozco del parque.  Me atraía caminar entre el bosque y encontrar alguna oportunidad de tomar fotos.  El clima se prestaba para ello, con un cielo que se despejó alrededor del medio día y aunque debido al viento la sensación térmica era de unos tres grados; el panorama pintaba muy bueno para la excursión urbana.

Después de un alegre convivio anoche con los amigos que he conocido en este año, amanecí un poco mas tarde que de costumbre por lo que previo al paseo hice ciertas compras en el super que se extendieron mas de lo que quería.  Volví a casa como a las tres, con la idea de almorzar en el Pizza Hut del sector, el cual conocí en mis primeros días por el vecindario -he tenido suficiente comida precongelada entre semana, así que necesitaba un cambio-.  O en todo caso, que fuera otro el que se encargara de descongelarla. 

Llegué al restaurante bajando por Renfrew Street hasta Grandview Highway, media hora después.  Ya para esa hora me sentía un tanto debilitado por el ayuno pero aún con los ánimos de visitar el laguito.  En el camino hablé por teléfono con una amiga, quien me recordó que a estas alturas del año, alrededor de las cuatro de la tarde comienza ya a oscurecer.  Así que un rápido cálculo considerando el tiempo en el restaurante, la abundancia del almuerzo y mis anodinas fuerzas dieron al traste con el paseo.

Mientras disfrutaba mi almuerzo caliente con una copa de vino -no se puede esperar mucho de una copa de vino en Pizza Hut, pero igual me ayudó a calentar el ánimo-; y mientras leía -por tercera vez, aunque la primera en inglés- cómo Rob Cole atravesaba el desierto en su viaje de dieciocho meses desde Inglaterra hasta llegar a Ispahán, la única ciudad en la que existía una escuela de medicina en el siglo X; contemplaba yo cómo la hermosa luna llena iba subiendo en el cielo Vancouverita.  Considerando que el almuerzo incluyó un café americano y brownie, la comida me dejó un espíritu tan satisfecho que lo único en que pensaba ya era en volver a casa.

Al salir del restaurante, en tanto el sol y la temperatura iban descendiendo, un familiar graznido me hizo volver la mirada al cielo.  Esta vez para ver la impresionante cantidad de cuervos que atraviesan la ciudad al atardecer.  Es una muestra palpable de lo inteligentes y adaptables que son estas aves; el desfile aéreo demora varios minutos mientras cientos de ellas vuelan hacia  el noreste, a pasar la noche en un destino hasta ahora desconocido para mí.  Estampas de mi vida en el norte.  De vivir en el norte.  El Norte...  Esas palabras me trajeron el recuerdo de otra experiencia vivida hace ya casi diecisiete años:

Recuerdo que me despertó el bamboleo hacia un lado y hacia el otro de mis piernas recogidas.  Deseé no haber despertado nunca.  El movimiento era bastante fuerte, tan fuerte que fue nomás bajar de la cama y sentir el vértigo y una increíble sensación de náusea.  Como pude, llegué al baño, ayudado por los agarradores que están fijados en la pared.   Luego de utilizar el inodoro, me metí a bañar con esa vasca revolviéndome el estómago vacío.  Mientras me duchaba y me pasaba el jabón por el cuerpo, el urgente deseo de vomitar me detuvo un par de veces, pero pude contenerme.

El barco llevaba ya unas doce horas de travesía.  Desde Puerto Cortés en Honduras, nos dirigíamos hacia Coatzacoalcos, Veracruz.  Bordearíamos la península de Yucatán, en un viaje que demoraría cuatro días, según recuerdo.  El problema es que viajábamos en medio de una tormenta con fuertes vientos que soplaban desde el norte, alzando las olas unos tres o cuatro metros y con ellas, el relativamente pequeño barco de carga de gas.  El Petromar 1.


El balanceo continuaba mientras me vestí, y así bamboleándome salí de mi cabina.  Como pude, apoyándome en las paredes, bajé hacia el nivel del comedor, donde ya estaban algunos de los oficiales esperando por el desayuno.  Fue ahí donde el capitán del barco, un español originario de Vigo, me hizo saber de la tormenta, a la cual ellos se referían como "El Norte".  Mientras los otros desayunaban -yo notaba las redecillas de un material antideslizante que cubrían las mesas, justamente para evitar derrames por el movimiento del barco- yo apenas pude beberme una taza de café con leche.  Luego de excusarme, subí apresurado de vuelta a mi cabina pues ahora sí tenía algo en el estómago que podía expulsar.

Me acosté en mi cama mientras tragaba y tragaba saliva para evitar el vómito.  La náusea no se me quitaba, sudaba frío y la cabeza me palpitaba en un malestar general que no sabía ni cómo iba a superar.  Después de un tiempo de intentar dormirme -que sentí demasiado largo- decidí seguir los consejos de los oficiales y subir al puente para acostumbrarme al movimiento del barco.  El puente es el lugar desde donde se dirige el barco, donde está el timón, los radares, la radio, los mapas de navegación y demás elementos relacionados.  Me senté en una silla elevada y mientras hablaba con Eric, el costarricense que era el tercer oficial de cubierta, notaba cómo la línea del horizonte subía y bajaba a lo largo del mástil de proa, mientras las gotitas de sudor perlaban mi frente.

Me encontraba en el Petromar 1 "conociendo los procesos de carga y descarga de gas", o algo así recuerdo que fue la sugerencia de mi papá.  El trabajaba en una empresa de gas propano y el dueño tenía algunos barcos de carga que despachaban el gas viajando entre EEUU, México, Guatemala y Honduras.  La idea era que estudiaría Ingeniería Industrial y la experiencia sería beneficiosa para mi futuro.  Así que habló con su jefe y accedió a darme la oportunidad del viaje.

Poco a poco, el malestar fue cediendo mientras mi oído interno y sentido del equilibrio se iban adaptando.  Debo decir que fue un Crash Course que todavía recuerdo como una prueba intensa y de la que reflexioné muy poco antes de comenzar la aventura.  -Me pasa así muchas veces.  Es mejor así, de lo contrario, me paralizaría la expectativa-. 

Tratando de distraerme de la tortura, le preguntaba a Eric acerca de su trabajo en el barco, de cómo funcionaba todo.  Me enteré que había tres turnos en el puente, el tercer oficial tenía el turno matutino, el segundo el vespertino y el capitán -o alguien mas, no me enteré- tomaba el nocturno.  Estaba también el personal de máquinas -los encargados de mantener funcionando el motor y la maquinaria-, también denominados primer o segundo oficial de máquinas, dependiendo de su experiencia.  Escuché también de las escuelas náuticas en latinoamérica, de las maniobras de atraque, o preguntaba cosas básicas como qué lado del barco es babor y cuál estribor (izquierda y derecha, respectivamente).  Confirmé también la fama de los marineros, en cada puerto una novia...

Conforme pasó el tiempo me acostumbré no sólo al movimiento del barco -que por cierto, luego de cambiar nuestro rumbo de sur-norte a oeste-este sobre el norte de Yucatán, cambió el movimiento de cabeceo proa-popa a babor-estribor- sino también me acostumbré a la rutina del barco.  Al principio, salía a contemplar el panorama, miraba el horizonte y como dice la canción: veía "donde el cielo se une con el mar".  Me ilusionaba apreciar un atardecer en el que el sol se posara directamente sobre la línea de horizonte, como en las películas.  No tuve esa suerte porque las nubes obstruían la visión cada tarde.

Después de un par de días, sin embargo, para un pasajero sin oficio, el viaje se vuelve tedioso.  Aunque pasamos frente a Cozumel, Cancún, etc; no se veía la costa.  Como me dijo Eric, "¿Usted qué quería, ver a las viejas tiradas en la playa?".  No había nada que contemplar -aparte de mar y cielo-, y la visión de un solitario cormorán una mañana o un par de juguetones delfines -a los que les gusta nadar justo al frente del barco- fueron las únicas distracciones de la rutina.  Terminé jugando Super Mario Bros. 3 en el Nintendo del comedor, mientras llegábamos al puerto.

Llegamos al puerto comercial de Pemex en Veracruz, presencié las maniobras de atraque y carga de gas, comí auténticos tacos mexicanos y paseé por la pequeña ciudad -nada que valiera la pena siendo un puerto comercial, no turístico-.  De todas maneras, compré algunos souvenirs, volveríamos a Santo Tomás de Castilla a los 3 días y ahí me bajaría, para tomar justo a tiempo la Litegua que me llevó de vuelta a casa.

Mi experiencia probaría ser muy valiosa y la disfruté y aproveché de una manera distinta -pues mis estudios de Ingeniería durarían apenas dos meses, no era lo mío-.  Además de aprender -y más importante aún, experimentar- acerca del mundo náutico y la vida de un marinero, para mí fue uno de mis primeros contactos con gente de otras culturas, otras formas de hablar, otros universos.  A mis diecinueve años, fue abrir mi mente al mundo que estaba ahí afuera.  Experimentarlo de forma directa y empezar a sentir esa necesidad, esa hambre por descubrir lo que había más allá de mi pequeño mundo, mi pequeña realidad.

Y mientras renuevo -y comparto- mi memoria, reparo en otra conexión más de mi universo personal.  De cómo ese viento que soplaba fuerte y me hizo sufrir como pocas veces, pudo haberme encaminado hacia mi destino actual -que espero, no sea el final-.  El Norte.

"Una barca en el puerto me espera,
no se donde me ha de llevar..."
- El Extranjero, Enrique Bunbury