domingo, 19 de diciembre de 2010

El Norte

Hoy mis planes de paseo dominical fueron víctima de las particularidades de vivir en estas latitudes.  Amanecí con ánimo de salir a envolverme de naturaleza.  Había encontrado ayer en mi guía del Lonely Planet el pequeño Beaver Lake en el centro del Stanley Park, un área que no conozco del parque.  Me atraía caminar entre el bosque y encontrar alguna oportunidad de tomar fotos.  El clima se prestaba para ello, con un cielo que se despejó alrededor del medio día y aunque debido al viento la sensación térmica era de unos tres grados; el panorama pintaba muy bueno para la excursión urbana.

Después de un alegre convivio anoche con los amigos que he conocido en este año, amanecí un poco mas tarde que de costumbre por lo que previo al paseo hice ciertas compras en el super que se extendieron mas de lo que quería.  Volví a casa como a las tres, con la idea de almorzar en el Pizza Hut del sector, el cual conocí en mis primeros días por el vecindario -he tenido suficiente comida precongelada entre semana, así que necesitaba un cambio-.  O en todo caso, que fuera otro el que se encargara de descongelarla. 

Llegué al restaurante bajando por Renfrew Street hasta Grandview Highway, media hora después.  Ya para esa hora me sentía un tanto debilitado por el ayuno pero aún con los ánimos de visitar el laguito.  En el camino hablé por teléfono con una amiga, quien me recordó que a estas alturas del año, alrededor de las cuatro de la tarde comienza ya a oscurecer.  Así que un rápido cálculo considerando el tiempo en el restaurante, la abundancia del almuerzo y mis anodinas fuerzas dieron al traste con el paseo.

Mientras disfrutaba mi almuerzo caliente con una copa de vino -no se puede esperar mucho de una copa de vino en Pizza Hut, pero igual me ayudó a calentar el ánimo-; y mientras leía -por tercera vez, aunque la primera en inglés- cómo Rob Cole atravesaba el desierto en su viaje de dieciocho meses desde Inglaterra hasta llegar a Ispahán, la única ciudad en la que existía una escuela de medicina en el siglo X; contemplaba yo cómo la hermosa luna llena iba subiendo en el cielo Vancouverita.  Considerando que el almuerzo incluyó un café americano y brownie, la comida me dejó un espíritu tan satisfecho que lo único en que pensaba ya era en volver a casa.

Al salir del restaurante, en tanto el sol y la temperatura iban descendiendo, un familiar graznido me hizo volver la mirada al cielo.  Esta vez para ver la impresionante cantidad de cuervos que atraviesan la ciudad al atardecer.  Es una muestra palpable de lo inteligentes y adaptables que son estas aves; el desfile aéreo demora varios minutos mientras cientos de ellas vuelan hacia  el noreste, a pasar la noche en un destino hasta ahora desconocido para mí.  Estampas de mi vida en el norte.  De vivir en el norte.  El Norte...  Esas palabras me trajeron el recuerdo de otra experiencia vivida hace ya casi diecisiete años:

Recuerdo que me despertó el bamboleo hacia un lado y hacia el otro de mis piernas recogidas.  Deseé no haber despertado nunca.  El movimiento era bastante fuerte, tan fuerte que fue nomás bajar de la cama y sentir el vértigo y una increíble sensación de náusea.  Como pude, llegué al baño, ayudado por los agarradores que están fijados en la pared.   Luego de utilizar el inodoro, me metí a bañar con esa vasca revolviéndome el estómago vacío.  Mientras me duchaba y me pasaba el jabón por el cuerpo, el urgente deseo de vomitar me detuvo un par de veces, pero pude contenerme.

El barco llevaba ya unas doce horas de travesía.  Desde Puerto Cortés en Honduras, nos dirigíamos hacia Coatzacoalcos, Veracruz.  Bordearíamos la península de Yucatán, en un viaje que demoraría cuatro días, según recuerdo.  El problema es que viajábamos en medio de una tormenta con fuertes vientos que soplaban desde el norte, alzando las olas unos tres o cuatro metros y con ellas, el relativamente pequeño barco de carga de gas.  El Petromar 1.


El balanceo continuaba mientras me vestí, y así bamboleándome salí de mi cabina.  Como pude, apoyándome en las paredes, bajé hacia el nivel del comedor, donde ya estaban algunos de los oficiales esperando por el desayuno.  Fue ahí donde el capitán del barco, un español originario de Vigo, me hizo saber de la tormenta, a la cual ellos se referían como "El Norte".  Mientras los otros desayunaban -yo notaba las redecillas de un material antideslizante que cubrían las mesas, justamente para evitar derrames por el movimiento del barco- yo apenas pude beberme una taza de café con leche.  Luego de excusarme, subí apresurado de vuelta a mi cabina pues ahora sí tenía algo en el estómago que podía expulsar.

Me acosté en mi cama mientras tragaba y tragaba saliva para evitar el vómito.  La náusea no se me quitaba, sudaba frío y la cabeza me palpitaba en un malestar general que no sabía ni cómo iba a superar.  Después de un tiempo de intentar dormirme -que sentí demasiado largo- decidí seguir los consejos de los oficiales y subir al puente para acostumbrarme al movimiento del barco.  El puente es el lugar desde donde se dirige el barco, donde está el timón, los radares, la radio, los mapas de navegación y demás elementos relacionados.  Me senté en una silla elevada y mientras hablaba con Eric, el costarricense que era el tercer oficial de cubierta, notaba cómo la línea del horizonte subía y bajaba a lo largo del mástil de proa, mientras las gotitas de sudor perlaban mi frente.

Me encontraba en el Petromar 1 "conociendo los procesos de carga y descarga de gas", o algo así recuerdo que fue la sugerencia de mi papá.  El trabajaba en una empresa de gas propano y el dueño tenía algunos barcos de carga que despachaban el gas viajando entre EEUU, México, Guatemala y Honduras.  La idea era que estudiaría Ingeniería Industrial y la experiencia sería beneficiosa para mi futuro.  Así que habló con su jefe y accedió a darme la oportunidad del viaje.

Poco a poco, el malestar fue cediendo mientras mi oído interno y sentido del equilibrio se iban adaptando.  Debo decir que fue un Crash Course que todavía recuerdo como una prueba intensa y de la que reflexioné muy poco antes de comenzar la aventura.  -Me pasa así muchas veces.  Es mejor así, de lo contrario, me paralizaría la expectativa-. 

Tratando de distraerme de la tortura, le preguntaba a Eric acerca de su trabajo en el barco, de cómo funcionaba todo.  Me enteré que había tres turnos en el puente, el tercer oficial tenía el turno matutino, el segundo el vespertino y el capitán -o alguien mas, no me enteré- tomaba el nocturno.  Estaba también el personal de máquinas -los encargados de mantener funcionando el motor y la maquinaria-, también denominados primer o segundo oficial de máquinas, dependiendo de su experiencia.  Escuché también de las escuelas náuticas en latinoamérica, de las maniobras de atraque, o preguntaba cosas básicas como qué lado del barco es babor y cuál estribor (izquierda y derecha, respectivamente).  Confirmé también la fama de los marineros, en cada puerto una novia...

Conforme pasó el tiempo me acostumbré no sólo al movimiento del barco -que por cierto, luego de cambiar nuestro rumbo de sur-norte a oeste-este sobre el norte de Yucatán, cambió el movimiento de cabeceo proa-popa a babor-estribor- sino también me acostumbré a la rutina del barco.  Al principio, salía a contemplar el panorama, miraba el horizonte y como dice la canción: veía "donde el cielo se une con el mar".  Me ilusionaba apreciar un atardecer en el que el sol se posara directamente sobre la línea de horizonte, como en las películas.  No tuve esa suerte porque las nubes obstruían la visión cada tarde.

Después de un par de días, sin embargo, para un pasajero sin oficio, el viaje se vuelve tedioso.  Aunque pasamos frente a Cozumel, Cancún, etc; no se veía la costa.  Como me dijo Eric, "¿Usted qué quería, ver a las viejas tiradas en la playa?".  No había nada que contemplar -aparte de mar y cielo-, y la visión de un solitario cormorán una mañana o un par de juguetones delfines -a los que les gusta nadar justo al frente del barco- fueron las únicas distracciones de la rutina.  Terminé jugando Super Mario Bros. 3 en el Nintendo del comedor, mientras llegábamos al puerto.

Llegamos al puerto comercial de Pemex en Veracruz, presencié las maniobras de atraque y carga de gas, comí auténticos tacos mexicanos y paseé por la pequeña ciudad -nada que valiera la pena siendo un puerto comercial, no turístico-.  De todas maneras, compré algunos souvenirs, volveríamos a Santo Tomás de Castilla a los 3 días y ahí me bajaría, para tomar justo a tiempo la Litegua que me llevó de vuelta a casa.

Mi experiencia probaría ser muy valiosa y la disfruté y aproveché de una manera distinta -pues mis estudios de Ingeniería durarían apenas dos meses, no era lo mío-.  Además de aprender -y más importante aún, experimentar- acerca del mundo náutico y la vida de un marinero, para mí fue uno de mis primeros contactos con gente de otras culturas, otras formas de hablar, otros universos.  A mis diecinueve años, fue abrir mi mente al mundo que estaba ahí afuera.  Experimentarlo de forma directa y empezar a sentir esa necesidad, esa hambre por descubrir lo que había más allá de mi pequeño mundo, mi pequeña realidad.

Y mientras renuevo -y comparto- mi memoria, reparo en otra conexión más de mi universo personal.  De cómo ese viento que soplaba fuerte y me hizo sufrir como pocas veces, pudo haberme encaminado hacia mi destino actual -que espero, no sea el final-.  El Norte.

"Una barca en el puerto me espera,
no se donde me ha de llevar..."
- El Extranjero, Enrique Bunbury

1 comentario:

  1. aaaawwwwwwwwww amigo que bonita experiencia y ese cierre con Bunbury excelente toque !

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